Hace un mes empecé a escribir esto
Lo hice como un ejercicio, como la tarea que el psicólogo de la oficina recomendó.
–Señor Darío –dijo– se le ha notado decaído y distraído en sus labores. Tiene que escribir, día tras día, lo que le ocurre y lo que piensa y verá cómo en poco tiempo usted se sentirá mejor
Así justo fueron sus palabras, pero después de un mes de escribir lo que puedo, me siento igual que ayer. Y ayer fue peor.
Siento que esto, estas hojas en blanco y estas tintas de colores son como arenas movedizas: si me alboroto me hundo, si permanezco quietecito no ocurre nada, simplemente espero que el tiempo se agote y pueda levantarme de la mesa y cerrar el cuaderno y tapar todos los bolígrafos y dormir en paz
Pero hay noches en las cuales la trampa funciona muy a la perfección y braceo, pataleo y todo desde mis dedos:
caigo irremediablemente en el pozo que la pluma cava justo a tres cuartos de la hoja, y todo se vuelve un fluir continuo, como una tormenta en el mar o una erupción submarina
¿Qué ha de ser de los demás, de mis compañeros de trabajo que también escriben noche tras noche (en habitaciones penumbrosas de departamentos solitarios encajados en grandes edificios callados) todo aquello que los puede volver locos?
¿Sentirán cómo la superficie áspera del papel transmuta a polvo y termina atomizándose y terminan hundiéndose?
¿Será igual para todos?
¿Será igual para todo?
Todas las noches escucho los ruidos que faltan en mi departamento:
un reloj que ya no está
el crujir de la cama bajo un cuerpo retozante
la televisión gritando su galimatías
el suspiro del aburrimiento mancomunado
Las risas
Las ruinas
La violencia abortada
Sonidos cubiertos durante años con el esmalte transparente del silencio y si no hubo necesidad de hundirlos en las arenas blancas del papel fue porque desde hace tiempo habían desaparecido para siempre

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