Hay mañanas en las cuales despierto de muy mal humor: el café sabe aguado, todas mis camisas están sucias y el olor de la basura acumulada atrás del edificio llega hasta mi habitación y baila un asqueroso estriptis sobre mi nariz
Hay días en los cuales esta ciudad pica como si fuera un nopal. ¿Es normal que odie tanto esta cosa inerte hecha de:
casas
calles
esquinas
semáforos
asfalto y pintura
gente que grita
gente que camina
gente que conduce
gente que trabaja, que suspira melancólica frente a un reloj que resulta ser su celador?
Las horas en la oficina son asfixiantes, pero lo tengo que hacer si quiero diario comer, querido diario. Diario diario diario, Darío trabaja diario. Daría tanto dinero por descansar una semana completa del tedio de ir a buscas una carpeta al archivo, luego subir a dejar un oficio y más tarde prender un monitor y mirar y escribir las letras ajenas, letras tras letras tras letras
Hay días terribles en los cuales quisiera arrancar cabezas y mordisquear yugulares correosas y sangrantes
Hay días polvorientos durante los cuales maldigo cada una de las cosas que vivo:
la espera frustrante del autobús
los zapatos que lastiman la uña de mi dedo gordo
los charcos que mojan mis pantalones
el sol que me sonríe idiotamente
el humo del autobús en el que viajo
la señora que gusta de hablar con desconocidos y se sienta al lado mío y mueve su lengua pastosa de vieja
las palabras que vuelan alrededor de mí y que no logro atrapar
el polvo que inunda el día
el calor que explota en cada movimiento
el jefe que exige resultados inmediatos y concretos, eficientes, responsables
las esposas que rasguñan las muñecas y gritan e insultan y miran con más insultos y se despiden con tanto desprecio y que me hacen sentir rabia primero luego dolor y por último que el día polvoso en el que me encuentro sumergido jamás clareará y ese sol nunca detendrá
su maldita sonrisa de imbécil


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